ZON A SUR LA REVISTA DE SANTIAGO.RD
LECTURA
Sacaron al patio de la prisión, y remataron, a lo que quedaba del valiente Maceo, el mismo que mató a machete a seis guardias a los que sirvió de guía en el monte, después que un Alcalde Pedáneo que lo odiaba, y se salvó con tres heridas, dijo que por los alrededores del pueblo se movían expedicionarios del 14 de junio, y que había que salir a enfrentarlos. Luego se supo, cuando el Jefe ya había emitido un salvoconducto para salvar a aquel valiente, y que llegó demasiado tarde, que ese miserable buscaba la ocasión de matarlo, en descampado y sin testigos. Era tan lastimoso lo que restaba de aquel hombre bragado y sin miedo, sin dientes, sin un ojo, sin dedos en la mano derecha y castrado, que el mismo pariente que lo iba a recibir de manos de la justicia pidió que lo mataran, precisamente, por respeto y cariño.
Y cuando lo estaban ultimando a tiros, después de pegarle la espalda a la pared, y el valiente Maceo quemaba a sus verdugos con la mirada fiera de su único ojo sano, mientras movía en el aire los dedos de la mano que le quedaba, como buscando el machete al costado, fue que el muchacho que los guardias del cuartel usaban para que les leyera las ordenanzas y las circulares del Estado Mayor, prorrumpió en alta voz con aquella lectura, que nadie le había pedido:
"Yo tengo, señores -se escuchó por encima de la descarga- aunque en modesto grado, la pasión griega que hace sabios y quijotes… Para favorecer el movimiento y difusión de la cultura es para lo que quiero impulsar el desarrollo de nuestras fuentes de riquezas".
Iba cayendo a tierra, para siempre, el guiñapo doloroso en que la tortura y el odio habían convertido al valiente Maceo, definitivamente agujereado por la descarga conque lo fusilaban, cuando aquellas palabras leídas por el muchacho mostraron ser más fuertes que los tiros. Luego se supo, por testigos presenciales, que su eco había flotado por encima de la descarga misma, y que los guardias, y más que nadie el sargento que mandaba la escuadra de ejecución, habían sido clavados en su sitio, no por el estallido final de la sangre del fusilado, sino por aquella lectura inesperada.
"¿Qué carajo es eso que lees?-bramó el sargento- Habla claro, muchacho del diablo, que me suena a proclama de los subversivos. ¿De dónde lo sacaste?"
El muchacho tragó en seco, y empezaron a sudarle las manos cuando los fusiles, aún humeantes, lo encañonaron, y se percató que la sangre del valiente Maceo había salpicado sus zapatos. "Son palabras del Jefe -atinó a responder, con un hilito de voz apendejada- De 1932. Yo no las inventé"
Y así era, tal y como el sargento lo comprobó después de arrebatarle de las manos el discurso del Jefe, de hacía 27 años, que publicase el Ateneo Dominicano en un folleto, bajo el título de "Crisis de las profesiones liberales".
El muchacho no pudo explicar por qué había leído en voz alta aquel fragmento, como si de un rezo se tratase, para despedir al valiente Maceo cuando lo ultimaban. Y claro que no podía explicar lo que ni él mismo entendía. Por algo era un muchacho medio lerdo, con la sola ventaja de haber aprendido a leer y escribir, algo que lo hacía especial a los ojos del sargento y de los guardias de aquel puesto del Ejército Nacional, tan intrincado y dejado de la mano de Dios, donde no era posible ni mandar los partes diarios que las ordenanzas estipulaban.
El muchacho jamás supo por qué empezó a leer, y en voz alta, aquellos fragmentos del discurso del Jefe, en el mismo medio de un fusilamiento. Y claro que no era por la cercanía de la muerte, a la que estaba más que acostumbrado desde que frecuentaba el cuartel. Entonces, y hasta el fin de sus días, que acaecería muchos años después, cincuenta y tres para ser exactos, se devanó los sesos buscando la razón de aquel arranque, que bien que pudo costarle la vida. Y nunca la encontró.
Leyó aquello, recordaría siempre, como si se lo hubiesen indicado al oído, como si una voz interior, la de la vergüenza, le hubiese obligado a hacer lo que era más que riesgoso, porque cuando las fieras mataban o torturaban, lo mejor era que nadie se moviera o respirase alrededor. Podían sentirse ofendidas o desafiadas, bien que lo sabía, y en aquel trance de locura y odio, podían despedazarlo. Y aun así, había tenido el valor de leer aquello en alta voz.
"Ya que empezaste, y son palabras del Jefe, carajo, termina de leerlas- le ordenó el sargento- Al Jefe siempre hay que oírlo, y que también lo oiga este Maceo desde el más allá. Y que conste-dijo con una especie de suspiro reprimido- que a un hombre así es una mierda matarlo"
"Estamos en un país pobre, con los medios latentes para conjurar la pobreza- leyó, mecánicamente, sin poder apartar el rabillo del ojo del cuerpo humeante del valiente Maceo- Y frente a nuestras miserias, esta amarga realidad que viene preocupándome, incesantemente: crisis de las profesiones liberales, por falta de clientela ¡Qué de togas y birretes sin destino!"
Por supuesto que nadie lo entendía, ni el sargento mismo, que era, de todos, el menos bruto. Tampoco entendía él. Pero lo leyó, y sin entender nada, intuyó que aquello era una especie de disculpa ofrecida al valiente Maceo, por haberlo ultimado. Por supuesto que no de manera lineal, porque, a fin de cuentas, las cosas lineales no son las más profundas, sino las que se muestran de manera oblicua, que es la forma escogida por Dios para hacer justicia, y por Hollywood, para hacer millones.
Sudaba. No era para menos. Y olía la pólvora quemada. Tragaba en seco, mientras la sangre final del valiente Maceo se desparramaba, empapando la tierra del patio cuartelario. Era muy jodido, pensaba, que un tipo como aquel, ahora estuviera tirado en el suelo, como un títere roto, mientras los que lo habían matado rondaban, mascaban, reían, como después de haber abatido a una presa valiosa que debía darle honores, ascensos y dinero para parranditas. ¡Qué injusta era la vida!-pensó.
Lo cierto era que leyó aquellos fragmentos del Jefe, de 1932, y no pudo dejar de sentir, como también lo sintió aquel sargento que unos años después degollaría un raso enloquecido y suicida, que lo que leía era bien subversivo, aun viniendo, como venía, del Jefe mismo. Y bien que recordaría, por siempre, y después de haber dejado de ser muchacho, que siguió leyendo aquel texto, y en voz alta, como si fuese un autómata.
"Mi política ha de ser -decía el Generalísimo, y leía él, como un robot- interesarme más por el país, que por mí mismo. Política nacional, antes que personal ¡El pueblo antes que el hombre!"
No pudo evitar una sonrisa irónica, a sabiendas de que el sargento lo escrutaba, y le sería más que fácil ordenar a los rasos dirigir sus fusiles contra un Don Nadie, como era él. Pero aun así lo hizo, sin poder contenerse, porque las palabras del Jefe contrastaban con la sangre desparramada del valiente Maceo, y con su muerte misma, porque no se mata a quien es más que hombre. Y estaba muerto, sin dudas, aquel hombrazo que al captar en el aire que aquel Alcalde Pedáneo lo emboscaba, no se detuvo en preguntar nada, sino que cortó por lo sano, matando a machete a seis rasos armados de fusiles, y dejando casi muerto al hijo de puta que lo quería muerto. Por eso, claro está, merecía el riesgo de aquella lectura sin sentido.
Se estremeció, como se estremecería definitivamente medio siglo después al morir, cuando los rasos halaron el cuerpo del valiente Maceo, como si fuese el de un toro muerto dignamente en el ruedo, para desaparecerlo, como era costumbre en la época. Respetaba a aquel hombre, que fue capaz de morir matando, de no pedir perdón ni explicaciones, que hubo que trozarlo para poder dominarlo. Y ahora lo desaparecían, cuando debían preservarlo, como un ejemplo.
Ya no era un muchacho. Ya no temía a los rasos, ni al sargento, tampoco al fantasma del Jefe. Se hizo hombre peleando junto a los constitucionalistas, fue herido por los yanquis, pero también se los hizo pagar. Había vivido una larga vida, no como hubiese querido, sino como le tocó. No fue feliz con la democracia, pero siempre supo que era mejor que un tinglado donde se podía matar, impunemente, a un hombre como al valiente Maceo.
Lo estaba evocando, como al dios tutelar que alumbraría su intención de voto, en estas reñidas elecciones de mayo del 2012, cuando sintió este dolor lunar en el pecho, este porrazo definitivo, y cayó en medio del colegio electoral, ante las cámaras y los observadores de la OEA, boqueando, sin tener siquiera el aliciente de leer en voz alta las palabras subversivas del Jefe.
Y mientras iba hundiéndose definitivamente en la nada, viejo al fin que era, atisbó o adivinó, más que vio, que aquella sombra sin un ojo, con la entrepierna ensangrentada, y la mano izquierda que empuñaba un machete, daba un mandoble definitivo a la urna donde minutos antes se disponía a depositar su voto ciudadano.
Y cuando lo estaban ultimando a tiros, después de pegarle la espalda a la pared, y el valiente Maceo quemaba a sus verdugos con la mirada fiera de su único ojo sano, mientras movía en el aire los dedos de la mano que le quedaba, como buscando el machete al costado, fue que el muchacho que los guardias del cuartel usaban para que les leyera las ordenanzas y las circulares del Estado Mayor, prorrumpió en alta voz con aquella lectura, que nadie le había pedido:
"Yo tengo, señores -se escuchó por encima de la descarga- aunque en modesto grado, la pasión griega que hace sabios y quijotes… Para favorecer el movimiento y difusión de la cultura es para lo que quiero impulsar el desarrollo de nuestras fuentes de riquezas".
Iba cayendo a tierra, para siempre, el guiñapo doloroso en que la tortura y el odio habían convertido al valiente Maceo, definitivamente agujereado por la descarga conque lo fusilaban, cuando aquellas palabras leídas por el muchacho mostraron ser más fuertes que los tiros. Luego se supo, por testigos presenciales, que su eco había flotado por encima de la descarga misma, y que los guardias, y más que nadie el sargento que mandaba la escuadra de ejecución, habían sido clavados en su sitio, no por el estallido final de la sangre del fusilado, sino por aquella lectura inesperada.
"¿Qué carajo es eso que lees?-bramó el sargento- Habla claro, muchacho del diablo, que me suena a proclama de los subversivos. ¿De dónde lo sacaste?"
El muchacho tragó en seco, y empezaron a sudarle las manos cuando los fusiles, aún humeantes, lo encañonaron, y se percató que la sangre del valiente Maceo había salpicado sus zapatos. "Son palabras del Jefe -atinó a responder, con un hilito de voz apendejada- De 1932. Yo no las inventé"
Y así era, tal y como el sargento lo comprobó después de arrebatarle de las manos el discurso del Jefe, de hacía 27 años, que publicase el Ateneo Dominicano en un folleto, bajo el título de "Crisis de las profesiones liberales".
El muchacho no pudo explicar por qué había leído en voz alta aquel fragmento, como si de un rezo se tratase, para despedir al valiente Maceo cuando lo ultimaban. Y claro que no podía explicar lo que ni él mismo entendía. Por algo era un muchacho medio lerdo, con la sola ventaja de haber aprendido a leer y escribir, algo que lo hacía especial a los ojos del sargento y de los guardias de aquel puesto del Ejército Nacional, tan intrincado y dejado de la mano de Dios, donde no era posible ni mandar los partes diarios que las ordenanzas estipulaban.
El muchacho jamás supo por qué empezó a leer, y en voz alta, aquellos fragmentos del discurso del Jefe, en el mismo medio de un fusilamiento. Y claro que no era por la cercanía de la muerte, a la que estaba más que acostumbrado desde que frecuentaba el cuartel. Entonces, y hasta el fin de sus días, que acaecería muchos años después, cincuenta y tres para ser exactos, se devanó los sesos buscando la razón de aquel arranque, que bien que pudo costarle la vida. Y nunca la encontró.
Leyó aquello, recordaría siempre, como si se lo hubiesen indicado al oído, como si una voz interior, la de la vergüenza, le hubiese obligado a hacer lo que era más que riesgoso, porque cuando las fieras mataban o torturaban, lo mejor era que nadie se moviera o respirase alrededor. Podían sentirse ofendidas o desafiadas, bien que lo sabía, y en aquel trance de locura y odio, podían despedazarlo. Y aun así, había tenido el valor de leer aquello en alta voz.
"Ya que empezaste, y son palabras del Jefe, carajo, termina de leerlas- le ordenó el sargento- Al Jefe siempre hay que oírlo, y que también lo oiga este Maceo desde el más allá. Y que conste-dijo con una especie de suspiro reprimido- que a un hombre así es una mierda matarlo"
"Estamos en un país pobre, con los medios latentes para conjurar la pobreza- leyó, mecánicamente, sin poder apartar el rabillo del ojo del cuerpo humeante del valiente Maceo- Y frente a nuestras miserias, esta amarga realidad que viene preocupándome, incesantemente: crisis de las profesiones liberales, por falta de clientela ¡Qué de togas y birretes sin destino!"
Por supuesto que nadie lo entendía, ni el sargento mismo, que era, de todos, el menos bruto. Tampoco entendía él. Pero lo leyó, y sin entender nada, intuyó que aquello era una especie de disculpa ofrecida al valiente Maceo, por haberlo ultimado. Por supuesto que no de manera lineal, porque, a fin de cuentas, las cosas lineales no son las más profundas, sino las que se muestran de manera oblicua, que es la forma escogida por Dios para hacer justicia, y por Hollywood, para hacer millones.
Sudaba. No era para menos. Y olía la pólvora quemada. Tragaba en seco, mientras la sangre final del valiente Maceo se desparramaba, empapando la tierra del patio cuartelario. Era muy jodido, pensaba, que un tipo como aquel, ahora estuviera tirado en el suelo, como un títere roto, mientras los que lo habían matado rondaban, mascaban, reían, como después de haber abatido a una presa valiosa que debía darle honores, ascensos y dinero para parranditas. ¡Qué injusta era la vida!-pensó.
Lo cierto era que leyó aquellos fragmentos del Jefe, de 1932, y no pudo dejar de sentir, como también lo sintió aquel sargento que unos años después degollaría un raso enloquecido y suicida, que lo que leía era bien subversivo, aun viniendo, como venía, del Jefe mismo. Y bien que recordaría, por siempre, y después de haber dejado de ser muchacho, que siguió leyendo aquel texto, y en voz alta, como si fuese un autómata.
"Mi política ha de ser -decía el Generalísimo, y leía él, como un robot- interesarme más por el país, que por mí mismo. Política nacional, antes que personal ¡El pueblo antes que el hombre!"
No pudo evitar una sonrisa irónica, a sabiendas de que el sargento lo escrutaba, y le sería más que fácil ordenar a los rasos dirigir sus fusiles contra un Don Nadie, como era él. Pero aun así lo hizo, sin poder contenerse, porque las palabras del Jefe contrastaban con la sangre desparramada del valiente Maceo, y con su muerte misma, porque no se mata a quien es más que hombre. Y estaba muerto, sin dudas, aquel hombrazo que al captar en el aire que aquel Alcalde Pedáneo lo emboscaba, no se detuvo en preguntar nada, sino que cortó por lo sano, matando a machete a seis rasos armados de fusiles, y dejando casi muerto al hijo de puta que lo quería muerto. Por eso, claro está, merecía el riesgo de aquella lectura sin sentido.
Se estremeció, como se estremecería definitivamente medio siglo después al morir, cuando los rasos halaron el cuerpo del valiente Maceo, como si fuese el de un toro muerto dignamente en el ruedo, para desaparecerlo, como era costumbre en la época. Respetaba a aquel hombre, que fue capaz de morir matando, de no pedir perdón ni explicaciones, que hubo que trozarlo para poder dominarlo. Y ahora lo desaparecían, cuando debían preservarlo, como un ejemplo.
Ya no era un muchacho. Ya no temía a los rasos, ni al sargento, tampoco al fantasma del Jefe. Se hizo hombre peleando junto a los constitucionalistas, fue herido por los yanquis, pero también se los hizo pagar. Había vivido una larga vida, no como hubiese querido, sino como le tocó. No fue feliz con la democracia, pero siempre supo que era mejor que un tinglado donde se podía matar, impunemente, a un hombre como al valiente Maceo.
Lo estaba evocando, como al dios tutelar que alumbraría su intención de voto, en estas reñidas elecciones de mayo del 2012, cuando sintió este dolor lunar en el pecho, este porrazo definitivo, y cayó en medio del colegio electoral, ante las cámaras y los observadores de la OEA, boqueando, sin tener siquiera el aliciente de leer en voz alta las palabras subversivas del Jefe.
Y mientras iba hundiéndose definitivamente en la nada, viejo al fin que era, atisbó o adivinó, más que vio, que aquella sombra sin un ojo, con la entrepierna ensangrentada, y la mano izquierda que empuñaba un machete, daba un mandoble definitivo a la urna donde minutos antes se disponía a depositar su voto ciudadano.
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